miércoles, 20 de febrero de 2013

Menudo eufemismo


—Entonces, ¿es guapo?
—Verás: tiene bonita letra.
—Será buen escritor.
—Ya te digo. Tiene una letra muy bonita.   

lunes, 18 de febrero de 2013

Feliz 1994






Omama llegó de Venezuela estas Navidades con un regalo para Carolina: una tarjeta que mi hermana había escrito con ocho años a tía Ilga, la hermana de mi abuela y que mi abuela encontró antes de su viaje. Hay dos cosas en este tipo de hallazgos que me resultan sobrecogedoras. La primera es la de recibir una carta que hemos escrito y que ha vuelto a nosotros pero, sobre todo, si la hemos escrito cuando éramos niños. La segunda es la de enfrentarse, nuevamente, a la letra de la infancia, ese diente roto (no creo que haya fragilidad más violenta).

Los que nacimos en 1984 estábamos a punto de cumplir diez años cuando mi hermana escribió estas líneas, pero todavía éramos un 9, un número solo, sobre un solo pie. También fuimos otro tipo de 9: un 10 menos 1. Un esto menos algo. Pero 1994 tenía la promesa de dos manos cumplidas y diez dedos.

Claro, a los nueve años nos faltaba un dedo en una mano. Teníamos una mano más humana y otra más anfibia. Qué decir de la mano de mi hermana, esa otra mano siniestra y pajaril de tres dedos con la que a los ocho años, sin temblor ni falta, suscribió que 1994 sería feliz. Los que nacimos en 1984 tendríamos dos manos nuevas, recién florecidas y a ella solo le faltaría la promesa de un último dedo. 

Tía Ilga murió seis años después, en el 2000, con casi noventa dedos (con noventa dedos todavía la vi tocar el piano en Nochebuena; luego el piano se cerró y se quedó sin dedos y el resto de las Nochebuenas sin tante Ilga el piano se escuchaba así: como un puño cerrado). Un día como hoy, también, mi abuela Ligia cumpliría noventa y un dedos.

Quizá nacer sea entrar al mundo con las manos limpias, con dos puños ciegos y simples: sin anillos. Porque cuando crece el primer dedo ya nos inicia en la aritmética de los préstamos y las deudas, del cálculo, de suma diez y llevo una, de los dedos como dígitos. Ya todo es cuestión de tiempo para aprender a alargar los dedos y robar la fruta. Y así, de pronto, se acaba la infancia: con la primera huella dactilar sobre un expediente y una cáscara.

No recuerdo si 1994 fue un año feliz como suscribió mi hermana con su mano pajaril de tres dedos. Yo debí serlo y seguro que lo fui porque, a saber, ya no me faltaba ningún dedo. Vivía, podría decir, una era plenamente digital (aunque para lo digital a mí siempre me han faltado dedos). En todo caso, a los que nacimos en 1984 la felicidad nos duró, supongo, hasta 1995. Porque cuando cumples 11 años descubres que todos tenemos, al menos, un dedo postizo. A partir de 1994 me empezaron a sobrar dedos, pero nunca dejó de faltarme ese, el más falso y también, como en todos, el más acusador.

Yo hubiese preferido, simplemente, esa otra mano pajaril de tres dedos que escribió Feliz 1994, que sabía escribir.