Omama llegó de
Venezuela estas Navidades con un regalo para Carolina: una tarjeta que mi
hermana había escrito con ocho años a tía Ilga, la hermana de mi abuela y que
mi abuela encontró antes de su viaje. Hay dos cosas en este tipo de hallazgos
que me resultan sobrecogedoras. La primera es la de recibir una carta que hemos
escrito y que ha vuelto a nosotros pero, sobre todo, si la hemos escrito cuando
éramos niños. La segunda es la de enfrentarse, nuevamente, a la letra de la
infancia, ese diente roto (no creo que haya fragilidad más violenta).
Los que nacimos en 1984 estábamos a punto de
cumplir diez años cuando mi hermana escribió estas líneas, pero todavía éramos
un 9, un número solo, sobre un solo pie. También fuimos otro tipo de 9: un 10
menos 1. Un esto menos algo. Pero 1994 tenía la promesa de dos manos cumplidas
y diez dedos.
Claro, a los nueve años nos faltaba un dedo en una
mano. Teníamos una mano más humana y otra más anfibia. Qué decir de la mano de
mi hermana, esa otra mano siniestra y pajaril de tres dedos con la que a los
ocho años, sin temblor ni falta, suscribió que 1994 sería feliz. Los que
nacimos en 1984 tendríamos dos manos nuevas, recién florecidas y a ella solo le
faltaría la promesa de un último dedo.
Tía Ilga murió seis años después, en el 2000, con
casi noventa dedos (con noventa dedos todavía la vi tocar el piano en
Nochebuena; luego el piano se cerró y se quedó sin dedos y el resto de las
Nochebuenas sin tante Ilga el piano se escuchaba así: como un puño cerrado). Un
día como hoy, también, mi abuela Ligia cumpliría noventa y un dedos.
Quizá nacer sea entrar al mundo con las manos
limpias, con dos puños ciegos y simples: sin anillos. Porque cuando crece el
primer dedo ya nos inicia en la aritmética de los préstamos y las deudas, del
cálculo, de suma diez y llevo una, de los dedos como dígitos. Ya todo es
cuestión de tiempo para aprender a alargar los dedos y robar la fruta. Y así,
de pronto, se acaba la infancia: con la primera huella dactilar sobre un
expediente y una cáscara.
No recuerdo si 1994 fue un año feliz como suscribió
mi hermana con su mano pajaril de tres dedos. Yo debí serlo y seguro que lo fui
porque, a saber, ya no me faltaba ningún dedo. Vivía, podría decir, una era
plenamente digital (aunque para lo digital a mí siempre me han faltado dedos).
En todo caso, a los que nacimos en 1984 la felicidad nos duró, supongo, hasta
1995. Porque cuando cumples 11 años descubres que todos tenemos, al menos, un
dedo postizo. A partir de 1994 me empezaron a sobrar dedos, pero nunca dejó de
faltarme ese, el más falso y también, como en todos, el más acusador.
Yo hubiese preferido, simplemente, esa otra mano
pajaril de tres dedos que escribió Feliz
1994, que sabía escribir.