viernes, 24 de agosto de 2012

Llorona, nos vemos en Comala




La noticia de que Chavela Vargas había muerto me llegó primero de México. Al minuto, recibí la segunda campanada de París. Y a las horas, un pañuelo blanco desde Shanghái. Todos han sido mensajes de amigos que han ido sumándose. Yo diría que Chavela Vargas fue, sobre todo, una gran amiga. Las palabras de Sabina y Almodóvar valen por un tratado de amistad, de adoración. Eso hace Chavela en mí: querer más a mis amigos. Chavela Vargas fue una gran amiga de sus amigos, entre otras cosas, porque fue una mujer sola, no una mujer solitaria, sino sola. Sus amigos fueron sus grandes amores.

Hace unos días, escribí este artículo para una revista. Me animo a compartirlo hoy que se casan dos amigos muy queridos, Ángel y Marián, hoy que estamos de Noche de bodas y que Chavela ríe y llora.

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Llorona, nos vemos en Comala


Cuando Mercedes Sosa fue a cantar a México en los años setenta, dijo que quería visitar la tumba de Chavela Vargas. En 1991, apareció en un escenario de Coyoacán, pero nunca verdaderamente se apartó de Comala, de ese pueblo de adioses y nostalgias que poetizó Juan Rulfo en Pedro Páramo. Con el título del bolero de José Alfredo Jiménez la periodista mexicana María Cortina reunió sus verdades: Dos vidas necesito. Las verdades de Chavela: «La Llorona y yo, solas, esa es nuestra verdad»

«Mi nombre es Chavela Vargas, tengo noventa años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy viva como la vida, como el color rojo». La cara desnuda sin sombra ni maquillaje, la sonrisa «lúbrica y pura» como la luna de Lorca y los brazos abiertos. Hay quien ha dicho que, desde Cristo, nadie abre los brazos como Chavela Vargas. Y allí está, cuando amanece y también cuando anochece, sola, con los brazos abiertos en cruz frente al Chalchi. El Chalchi, que es el cerro que la entiende, que la escucha, que le hace preguntas. Y ella que quizá sea ese volcán que despidió su amigo Pedro Almodóvar, un volcán de fuego lento y canto en las faldas del cerro.

«¿Cuándo escuchaste el primer canto, Chavela?», le pregunta María Cortina en esa prolongada conversación que duró dos vidas. Chavela Vargas llora. Es una tarde de mayo y tiene ochenta y nueve años. Recuerda la historia de los indígenas que anunciaron su nacimiento cantando y llora. Recuerda cómo la cuidaron, cómo la arroparon con sus voces desconocidas y cómo volvió a ellos, aún de niña, años después, cuando mamaba de una vaca y era amiga de las serpientes, para que la curaran de la polio, de la orfandad, de esa primera soledad, de ese primer desamor incurable de la infancia. «Me dieron hierbas quebradas con raíces machacadas para la fiebre, hojas, pétalos. Muchas cosas. Y canto, también me dieron su canto. Con eso me curaron».

No sé qué tienen las flores, Llorona / las flores del camposanto / que cuando las mueve el viento, Llorona / parece que están llorando. La curaron con el canto y con el llanto, con ese don chamánico de llorar cantando o de cantar llorando con el que tantas veces curó también a quienes la escucharon. «Gracias», le dijeron las hijas de un hombre en Veracruz. La besaron, la abrazaron y le dieron las gracias porque en su último concierto su padre había llorado. «Por su música supimos que nuestro padre sentía». Tiene razón el escritor Carlos Monsiváis cuando dice que Chavela ha sabido expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues. Y ha hecho del llanto una música, un género: ese es el acto milagroso de Chavela Vargas. Pero no es solo su llanto, sino su catarsis: lo que de nosotros llora en ella y sana. Monsiávis insiste: «Chavela libera la canción de todo automatismo y la convierte en pura expresividad emocional». Ahí siempre La Llorona, viva de vida, como el color rojo. Y viva de muerte. Rosa funeraria. Podría decirse con verdad que Chavela Vargas ha estado siempre tan viva en la vida como en la muerte. Catrina en flor: duelo y festividad.

«Tú eras la muerte. La muerte que le cantó a Frida», le dice María Cortina. Yo soy como el chile verde, Llorona, / picante pero sabroso. «Cántame, mientras yo pinto», le pedía Frida. La conoció en Coyoacán, donde vivía con Diego Rivera. Ellos le revelaron el secreto de su arte, dice, un secreto que calló para siempre. En la intimidad, Chavela le cantaba a Frida, a la Vida, a la Muerte. Les cantaba siempre desde el mismo lugar, desde Comala. Desde el desconsuelo, desde la pérdida. Canta como quien llora algo perdido e inhallable. «Esa noche volvieron a sucederse los sueños —escribe Rulfo—. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?». La verdad es que Chavela cantó con tanta desolación y buscó con tal despecho prehispánico eso perdido que llegó al infierno y la dieron por muerta. «¿Dónde estabas, Chavela? Estaba dentro de mí». Veinte años le costó volver. Se escapó de una cárcel de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en vela, anunció Joaquín Sabina. Volvió a la vida o a su bulevar. Porque eso le oyó decir Sabina cuando la conoció en Madrid: «Yo vivo en el bulevar de los sueños rotos». Otra Comala.

Una noche en el Teatro Español, en su segunda vida, cuando volvió a nacer, Chavela cantó desde la sombra, envuelta en la penumbra del escenario. Chavela Vargas era solo una voz, «un canto ronco, hondo, agrietado», una voz de rayo en la intemperie de su bulevar, puro murmullo de vida cantando unos versos de una canción popular del siglo XIX que Rulfo había reproducido en Pedro Páramo: Mi novia me dio un pañuelo con orillas para llorar, decía y cantaba Chavela. Mi novia me dio un pañuelo con orillas para llorar. Un pañuelo o un jorongo: eso le dio la Muerte antes de nacer o la Vida antes de morir —Chavela fue una amante bígama; amó a ambas por igual—. La Vida, la Muerte o Macorina.  Un pañuelo o un jorongo con orillas para llorar, que la arropara y le recogiera el espesor y la abundancia de las lágrimas. «Tú vida ha sido muy dolorosa», escuchó decirle. A un Santo Cristo de fierro, Llorona / mis penas le conté yo. / Cuáles no serían mis penas, Llorona / que el Santo Cristo lloró.

«Tú vida ha sido muy dolorosa». Eso escuchó decirle a la otra Chavela. «La encontré cuando buscaba algo que no sabía qué era. Desde niña, desde siempre. Y me dio mucho gusto encontrarme con la otra Chavela. Y nos saludamos. Y me dijo: “Tu vida ha sido muy dolorosa”. Estamos juntas siempre y juntas hemos ido hasta el fin del mundo. De día y de noche. La noche ha sido para nosotras la búsqueda del alma. De noche se busca, de noche se encuentra». Cada vez que Chavela y Rulfo juntaban las copas, brindaban por las dos: «Por la vida y por la muerte». María Cortina lo comprendió cuando lo escuchó de labios de Chavela: «Comala está siempre donde uno va».

Desde ese lugar crepuscular, le hablaba a García Lorca en sus noches de insomnio. Le hablaba al alma del poeta que, como ha dicho, ha acompañado su soledad. «Hablábamos de cómo iba el mundo, de su poesía, del canto, de la palabra, de la música, de la verdad y del silencio». Cuenta Chavela que una noche en su casa de Tepoztlán escuchó una voz. «Era Federico y le pregunté: “¿Qué hicieron con tu muerte?”». De ese diálogo, surgió el sentimiento de su último trabajo, La luna grande, un homenaje a la poesía de Lorca acompañada con su voz, junto a un repertorio de sus melodías más íntimas. Anoche los dos con la luna llena / yo me puse a llorar / y tú reías

Chavela recuerda con emoción una noche que cantó en la Huerta de San Vicente, la casa de verano de Lorca en Granada. Desde la ventana de la habitación del poeta se veía la Sierra Nevada y la Alhambra. Los gitanos dijeron que esa noche el duende estuvo más vivo que nunca. «”Federico”, le dije yo, “estás aquí con nosotros, en tu casa, bienvenido seas”. Su sombra, su luz, su presencia. Eso fue lo que sucedió aquella noche. Laura, su sobrina, lloró a mares ese día y la gente también lloró sin descanso, pero ese día fue tan especial por Federico». Una vez también dijo que jugaría el juego de no regresar. «Me quedaré en Granada con Federico».

Pero ya Rulfo la había visto en Comala: «Y aquí aquella mujer, de pie en el umbral (…) dejando asomar a través de sus brazos retazos de cielo y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto…». Si porque te quiero quieres, Llorona, / quieres que te quiera más. / Si ya te he dado la vida, Llorona / ¿qué más quieres? Chavela Vargas así lo suscribió desde aquel lugar, desde su Comala: «Cuando escribas esto —le pidió a María Cortina—  di que hay veces que sueño que estoy muerta. Y que cuando me despierto me escucho hablar y pienso que, en realidad, estoy muerta. Pero regreso, siempre regreso a la vida».





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