miércoles, 25 de julio de 2012

Últimos apuntes desde la Escuela de Escritores





Esta publicación llega con retraso. Es mucho más cercana al recuerdo que a la novedad: ya es más una memoria que una noticia. Y en caso tal, si llegó a serlo, fue una noticia escolar como las que circulaban en la escuela o el instituto en periódicos austeros escritos por colegiales febriles. Escolaridad febril: quizá ese sea el título más franco entre los que habríamos podido recibir el sábado 7 de julio: «por haber cursado regularmente y aprovechado las 876 horas correspondientes a los dos ciclos». Si así lo fuera, si mereciéramos el título de la escolaridad febril, bastaría; valdría como congratulación suficiente en un mundo sin calenturas ni vocaciones.

Con una imagen de fuego, iniciamos hace dos años esta búsqueda: con la imagen de una casa en llamas en medio de un lago. Esa fue la fotografía del máster. Una imagen, quizá, de aquel verano de 2010 que ardía o una metáfora del alma de un escritor, la de Dostoievski, por ejemplo, siempre tan afiebrado. Una imagen de ignición: de encendimiento y lumbre. Pero también una imagen funeraria. Ambas rituales como lo es también la escritura.

Solo quería rescatar esa imagen y hacerla presente como las imágenes de algunos sueños que no dejan de acompañarnos. Alguna vez lo escribí y aún así lo siento: la experiencia de la escritura ha sido y es ese sueño que nos hace despertar profundamente. La imagen final del máster se ha hecho nítida en las palabras de Silvia, palabras en cuanto «exploradoras de un abismo».

Gracias a Silvia por la belleza y la verdad de estas líneas. He querido copiar estos fragmentos entre mis apuntes más esenciales de estos dos años. No recuerdo haber escuchado un dictado hace mucho tiempo en una voz con tanto temblor y tanta bondad.

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Madrid, 7 de julio de 2012
Escuela de Escritores (promoción 2010-2012).




Ante todo, quiero ser sincera. Durante este último curso, he sentido en varias ocasiones ganas de llorar y aún no lo he conseguido. Espero que no lo haga hoy precisamente, cuando menos lo deseo.

(…)

El motivo de mi desánimo es la escritura. Este año tengo el síndrome de Bartleby. El pánico de escribir un solo libro; el miedo de que, a partir de ahora, no haya más historias en mi vida. Es una sensación angustiosa que no sé bien cómo describir, pero me identifico con un personaje de Beckett que no hacía más que cambiar de lugar las piedras de sus bolsillos. Y es que la escritura tiene una función liberadora pero también de frustración. Cuando le preguntaban a Juan Rulfo la causa por la que llevaba tantos años sin escribir nada, respondía que se le había muerto el tío Celerino que era el que le contaba las historias. Quizá esa sea la sensación del escritor que no escribe. El interminable duelo por la voz de un familiar desaparecido.

(…)

¿Qué puedo deciros del Máster? Son dos cursos de mucho trabajo y esfuerzo que no garantiza nada. Por haber estudiado el Máster, no podemos considerarnos escritores. Para eso es necesario escribir, encerrarnos en una habitación propia, como decía Virginia Woolf, y buscar algo que nos duela.

(…)

Ni siquiera conseguiremos un título oficial que adjuntar al currículum. Entonces, pensarán algunos, ¿para qué derrochar el dinero en una formación que no nos va a abrir ninguna puerta?

(…)

Ahora, a punto de terminarlo, comprendo que lo importante no son las puertas que se abren hacia fuera. Escuchad lo que le he robado a Eloy Tizón de su facebook. Es una cita del libro “88 sueños” de Juan-Eduardo Cirlot. Dice lo siguiente: «Atravieso habitaciones y habitaciones, todas iguales, en las que solo el papel de las paredes cambia de color. No hay muebles en ninguna de ellas. No encuentro lo que busco.»

En el Máster, lo hemos hecho. Hemos pasado con frecuencia de una habitación a otra de distinto color. Y buscamos. Lo sé. He mirado los ojos de mis compañeros en muchas clases y he intuido cuando se estaba abriendo una puerta en ellos. Pero hablo de las puertas de las que no solemos acordarnos, de aquellas sin picaportes, puertas oníricas que se abren hacia adentro y, si nos atrevemos a cruzarlas, nos conducen al sótano. Seguramente no nos gusta lo que descubrimos en su interior: un espacio tenebroso, repleto de arañas y de trastos inservibles, no es un paisaje atractivo. Es cierto. Pero es necesario adentrarnos en él para escribir la verdad.

Clarice Lispector lo explica mejor que yo: «Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío». Y añade: «Si la “verdad” fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño».

(…)

El curso que viene, cuando no tenga que correr y sudar para llegar puntualmente a clase, para devolver los libros en la biblioteca, para reconciliarme con la frase de un relato, me quedaré en mi habitación con los maestros antiguos. (…) Me convertiré en una exploradora del abismo. Pero, quiero pensar, que no estaré sola. Oiré vuestras voces y las de mis compañeros, sentiré vuestro aliento en la nuca.

¡Mis compañeros! Creo sinceramente que hemos formado un grupo compenetrado, bien avenido. Hace dos años, cuando comenzamos a compartir aula, nada nos unía, salvo presumiblemente una afición un tanto enfermiza por la literatura: la locura de embarcarnos en un programa de formación que solo nos garantizaba ser unos ilusos. Nos sentamos en las aulas de colores, con un poco de temor y vergüenza, hasta que fuimos levantando las cabezas de avestruces y nos miramos de frente. Pero creo que son nuestros escritos los que nos han acercado; los que, en realidad, nos han permitido conocernos, descubrir cuando un texto dolía y, por qué no decirlo, conmoviéndonos. (…) Ahora, verdaderamente, somos compañeros.

De derecha a izquierda: Silvia Fernández, Carmen Estirado, Rubén Hurtado, Ismael Álvarez, Cristina Estrades, Andrea Baltateanu, Lorena Briedis


De esta compañía, me quedo con las sonrisas de Carmen, con tu inconformismo, tus despistes inocentes, con la coincidencia de nuestros gustos por las mismas lecturas. Me quedo con tu tenacidad de escritora. Carmen, me quedo contigo.

De Lorena, me quedo con tu cariño, con tus comentarios certeros, con tu poesía. Con tus ansias de aprender. Y las maravillosas entradas de tu blog Digresionario, con anécdotas y reflexiones sobre el Máster, que he seguido con agrado durante estos dos cursos. Me quedo con Lorena.

Cristina, me quedo con tu inocencia, con tu esfuerzo de superación. Con tu velocidad al tomar los apuntes, con tu libertad imaginativa, sin trabas internas, sin censuras. Me quedo con Cristina.

Andrea, me quedo con tu manera de entender el arte, con la imagen de una joven que desde niña ya se empapaba de lecturas y escribía. Con el eco de tu voz y con tu optimismo ante el futuro. Me quedo con Andrea.

De Rubén, nuestro delegado, me quedo con tu sinceridad sin cortapisas, con la indefensión que se esconde tras tu armadura. Me quedo con la originalidad de tus ideas, con tu constancia. Me quedo con Rubén.

Ismael. Me quedo con tu bondad. Gracias, Ismael, por estar aquí, en todo momento, descubriendo lo que se esconde tras de este desierto de los tártaros. Me quedo con tus sueños, tus pesadillas y tu manera de narrarlos. Ismael, me quedo contigo.

(…)

Aquí y ahora, me quedo con el fantástico equipo de profesores que me habéis hecho soñar sentada en una silla, imaginar más allá de las ramas del árbol que ondea tras la ventana del aula roja, que me habéis hecho ver a Cosimo, el barón rampante, saltando como una ardilla, que me habéis hecho sentir como el escarabajo de Kafka, y regresar a las clases de literatura como si volviera a ser una niña. Gracias por permitirme jugar.

(…)

Eso es lo que habéis conseguido al detener mi cámara y ayudarme a enfocar la imagen congelada de mis pies descalzos, de puntillas, cruzando los tablones desprendidos de mi sótano; al ayudarme a sentir otra vez el temblor del suelo; el gemido de una puerta que se abre o se cierra, a mi espalda, sin manija; y, en el rincón, la sombra de un gato, su prolongado maullido orientado hacia la estrecha cornisa sobre la que seguiré escribiendo. Las piedras de mis bolsillos desperdigándose como una lluvia de palabras. En el vacío.

(…)

Muchas gracias a todos por emocionarme. Por hacerme sentir viva. Y que empiece la fiesta, antes de que me ponga a llorar. Bailaremos hasta que nuestros cuerpos resistan.

Hasta siempre.

Silvia Fernández.