martes, 22 de mayo de 2012

Una noche a oscuras con un pasajero







El viernes pasado concluimos la clase de Lectura Crítica II con Eloy Tizón. Iniciamos el curso subidos a un árbol con El barón rampante de Calvino y finalizamos en la estación de Príncipe Pío, en Madrid, sin rumbo cierto con Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. En aquella primera sesión en octubre de 2011, Eloy Tizón me hizo apuntar la memoria de estas palabras por su peso en verdad: «Hay que entender los libros como experiencias que nos pueden modificar. La lectura es un viaje sin retorno: corremos el peligro de convertirnos en otras personas».

La selección bibliográfica para el taller advertía este peligro. Los nueve libros que pactamos comparten cierto ADN de especies secretas, de piezas raras, dilemáticas, marginales. Son novelas desiguales, desequilibradas, atrevidas que hacen rabiar géneros, que hacen perrerías con los cánones. Lem, Max Ford Maddox, Bulgákov, Ayesta, Onetti, Buzzati… La escritura que proponen sus autores en la buena mayoría es impopular, exigente, incómoda. El repertorio de Eloy Tizón, diría, pertenece a una literatura literariamente incorrecta. Quizá su propósito como acompañante de este curso ya estaba manifiesto en aquella cita de Jorge Larrosa que compiló en la primera guía de clase: «Si solo leemos aquello que sabemos leer y que se somete sin violencia a nuestros esquemas habituales de comprensión, entonces no leemos en absoluto porque no somos capaces de una confrontación que nos ponga en juego a nosotros mismos, porque ya no somos un diálogo, porque en nosotros mismos ya se ha cerrado el cuestionamiento de lo que somos».

A Eloy primero lo conocí como autor que como profesor en una época del máster en la que no me gustaba escribir lo que escribía. Ismael llegó un día con Velocidad de los jardines y me puso una mano en el hombro: «Verás que puedes escribir como tú quieras». Aquel breve compendio de relatos me trajo eso que infunde y yergue tanto más que cualquier consejo: una música. Eso fue Velocidad de los jardines para mí: una umbela de músicas. Tal como sucedió, me parece, con varios de los libros que escogió Eloy: no tanto con el propósito de que los leyéramos, sino con la cortesía de que los escucháramos. De modo que a la pregunta de con quién estamos cuándo leemos, quizá pueda responder brevemente con la voz del narrador de uno de sus relatos, «Los puntos cardinales»:

Con frecuencia he pasado toda la noche a oscuras sentado frente a otro pasajero, y de repente un resplandor vivísimo incendiaba su pelo, las letras de su libro, el agua sin somnífero del vaso.

O algo así. Quién o qué era, no importó nunca ni importará.

En la retrospectiva de mis notas, he encontrado las extremidades de dos frases de Eloy que se estrechan y que, quizá, valgan como acorde general del curso. En ellas, lectura y escritura se sostienen como experiencias indisolubles. Una de las frases es del primer día de clases y la otra del último (qué cábala más circular). Hago de ellas una y cierro corona con la serpiente: «Se dice que para escribir hay que ser atrevidos, pero para leer hay que ser atrevidos también. Porque a la literatura no se puede entrar pidiendo perdón: a la literatura hay que entrar con un portazo».

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