domingo, 29 de abril de 2012

Eurípides





Del mismo modo en que todavía hay gente en el mundo que legítimamente cree que Ortega y Gasset son dos personas distintas —Ortega y Gasset, aunque, al parecer, bastante compenetradas—, soy incapaz de pensar en Eurípides como en un hombre. No es ninguna extravagancia, lo prometo. La verdad es que siempre que me refiero a Eurípides —al dramaturgo griego, aclaro, no vaya alguien a ofenderse— tengo que pensarlo dos veces para no travestirlo. 

En todo caso, es un sentimiento irreversible. Yo a Eurípides lo siento mujer, uno de esos portentos de inolvidable fuerza pasional como Medea, por ejemplo, como Fedra o Clitemnestra. Quizá por ese desafiante atrevimiento que cometió  al enardecer a las mujeres de su época a quienes Pericles aconsejaba dejar en su casa en silencio. «Porque además de esta pantomima que soy, estoy viva, Pericles, ¿me oyes?». Al igual que Ibsen, Eurípides las ejercitó en bíceps para pegar con brazo y puño el portazo y, tanto más, en lengua para inri de Pericles y para novedad del mundo helénico.

Insisto: de nada me vale tanta barbaridad —lo digo porque Eurípides no tenía una barba, sino una barbaridad—, signo tan manifiestamente viril entre los griegos y tan fatuo en mi propia fantasía. Desde luego, no sé cómo se sentiría Eurípides. Quizá respondería desenfadado con esos versos del poeta Juan Sánchez Peláez:

Yo no soy hombre ni mujer
yo solo tengo resplandor propio.

O tanto más como le hace responder Aristófanes en su comedia, Las ranas, cuando Esquilo lo confronta:

ESQUILO. —Por Zeus, yo no introducía en mis dramas prostitutas como Fedra o Estenebea, ni puede decir nadie que yo sacara a escena a ninguna mujer enamorada.
EURÍPIDES. —No, por Zeus, en ti no había nada de Afrodita.

Válgame esta bella frase: justo eso que hay de Afrodita en Eurípides y que hace menos disparatado mi capricho que ha sido, más bien, ahora veo, empeño afrodisíaco: cosa de dioses. En una clase, Ángel Zapata nos hacía notar esta falsa arbitrariedad de géneros: «¿Cómo puede ser que una simple declinación me haga? ¿Por qué no me puedo sentir cabreada en lugar de cabreado? Hay muchas veces que yo me siento afligida y eso es más real».

Y si es así, tal y como le hace decir Eurípides a Macario en el Eolo: «¿Qué cosa es vergonzosa, si el corazón del hombre —y el de la mujer, añado— no siente vergüenza por ello?».

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