miércoles, 29 de febrero de 2012

El evangelio según...

José Antonio Ramos Sucre

Desde las catacumbas literarias


«Había recibido del cielo el presente de una belleza infausta. Sus ojos benignos se abrieron, llenos de espanto, a la maravilla del mundo y una estrella de lumbre matinal, embeleso de los arcángeles aguerridos, se extinguió a esa misma hora en el infinito. Yo velaba al margen de su cuna y concebía pensamientos felices para allanarle el porvenir.


Yo la admití y la guardé en mis brazos con el fin de salvar su infancia de los ejemplos de la tierra y dirigí desde entonces su voz ferviente a cantar la agonía del vía crucis y la resistencia de los mártires. 

Yo me retiraba sobre el vértice de una colina a vigilar y defender su esparcimiento en un valle recóndito. El lirio galano de la parábola alternaba con el rosal nacido y florecido en una misma noche sobre la tumba de Isolda.

Yo la seguí a una entrevista en la hora del alba, cerca de un río transparente. Se enajenaba al fijarse en el discurso de un anciano, doctor o caballero en el reino celeste, y se perdía en la admiración del signo de la cruz, pintado súbitamente en el aire. El himno de unas vírgenes la invitaba con instancia desde un bajel rutilante.

Dijo mi nombre entre loores y promesas antes de transfigurarse y perderse en el espacio y consiguió de tal modo incorporarme del suelo, en donde me había derribado el sentimiento de su ausencia».

«Isabel», El cielo de esmalte (1929).


lunes, 27 de febrero de 2012

¿Alguien me regalaría una mecedora?




Después de leer Mortal y rosa, me prometí que alguna vez regalaría una mecedora, «una silla con alma de barco», como la llama Umbral. Sería como regalar un ramo incesante de olas, la música marina de un columpio. «Hacia la paz se viaja en una mecedora desconocida». Qué regalo más amoroso ese: un peñero hacia la paz.

A propósito de la pregunta del otro día que nos hizo Valentín Vallhonrat en clases (http://digresionario.blogspot.com/2012/02/preguntale-al-manzano.html), se me hace que una mecedora sería la silla más apropiada para un escritor, para un aprendiz de escritor. Porque pasa que cuando se está aprendiendo el oficio se tiene la tentación de escribir como artista y no con el analfabetismo prístino de la especie. Nos entra el complejo del adulto precoz y nos olvidamos de columpiarnos, de inflar las velas, derivar, flotar al sol y escribir como en quien habla la marea del sueño, acunados por el sigilo maternal de la mecedora. Valdría solo escribir cuando el barco arriba a la propia infancia dormida, cuando toca la orilla somnolienta del niño. Si no conquistamos la somnolencia nos coloniza la solemnidad. Eso que Umbral le da repelús.

La solemnidad. He renunciado a la solemnidad. La lucha literaria no es, en el fondo, sino la conquista de la solemnidad. No lucha uno por llegar a ser profundo, verídico, útil o mejor. Se lucha por llegar a ser solemne. (…). A los cuarenta años, si uno ha trabajado y no ha hecho demasiadas locuras, si uno ha perdido su vida por delicadeza, ya se puede ser solemne. Tengo derecho. He escrito unos libros, he impuesto un nombre, he repartido mi firma por todas partes. Sería llegado el momento de la solemnidad. Otros llegan a ella mucho antes. Antes de tiempo. Les hay que nacen solemnes, que empiezan por la solemnidad. Luego, escriben los libros o no los escriben (…), pero ellos, de momento, se han conferido a sí mismos la solemnidad.

Mecerse es renunciar a la solemnidad, recobrar la música del viaje, el vaivén del niño. Mecerse es arrullar la angustia del escritor laureado y decrépito, y escribir como quien pinta en color a borbotones, sin propósito, por instinto de amarillo o verde.

El niño entre las niñas. Carolina, de belleza cerrada y tensa. Yolanda, esponjosa en su sonrisa y en sus ojos. Mariona impenetrable como una fruta. María José, flor sin nombre ni color, mínima y sonriente como una pequeña tristeza. El niño entre las niñas, feliz.

El escritor, el escribiente: un niño feliz entre las letras, columpiándose.

«La mecedora es un mueble para renunciar. Un dulce y mágico mueble».

¿Alguien me regala una?

jueves, 23 de febrero de 2012

Casi tan salvaje

Isabel González (1972)



No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso.

Javier Sagarna ya nos había hablado de Isabel González en la clase de Proyectos. A los días, Juan Casamayor, editor de Páginas de Espuma, nos invitó a la presentación del libro en su clase de Edición. Pero antes vimos Casi tan salvaje en la editorial: hojeamos el ferro (la versión final que va a imprenta) plagado de marcadores de colores, todavía con correcciones nerviosas de Isabel que dudaba entre dos o tres adjetivos, entre una coma o un punto, que dudaba metódicamente de todo lo que había escrito y de la literatura universal. Supongo que es lo que sucede con el primer libro. Vimos la maqueta, dos imágenes diferentes para la portada y la final, y el libro multiplicado, apilado en cajas, todavía humeando.

Pero antes nos lo mostraron en la imprenta, en una excursión que hicimos. Casi tan salvaje compaginar, guillotinar, Casi tan salvaje coser, engolar, encuadernar Casi tan salvaje en cajas selladas y en La Buena Vida, en las manos de Isabel González, en el hábitat natural y civilizado de otros libros, el día de la presentación: casi todo tan salvaje.

No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra.

Clara Obligado habló en La Buena Vida de la genealogía de este libro de cuentos, de su deuda con Clarise Lispector y con Flanery O’Connor. «Como Clarise, su escritura está llena de fugas, espacios vacantes, relumbrones inesperados. Como en Flanery, el lector se siente atrapado en un territorio de extrema dureza y lucha por mantener cierto grado de ingenuidad. Es una escritura que me produce envidia. Una literatura que no es femenina, sino escrita por una mujer que es diferente».

Isabel habló de su soledad, de la soledad de sus relatos, eso en verdad salvaje, lo más salvaje de la creación. «Yo escribo sola. Cuanto más sola mejor. A las seis de la mañana. Escribo intentando imitar el silencio. Porque en el silencio todo lo vivido cobra un peso descomunal».

Y recordó a su abuelo, a propósito de la literatura. Nos contó que de pequeña su abuelo solía recitarles, a ella y a su hermana, su poema del árbol. Era el poema del abuelo. Cuando murió, entre Isabel y su hermana intentaron reconstruirlo y, en esa búsqueda, descubrieron que el poema del abuelo no era del abuelo, sino de Tagore. «Mi abuelo no era un hombre de letras, sino de campo. Nunca lo vimos leyendo un libro. Nunca supimos de dónde memorizó el poema de Tagore, pero el caso es que en ese poema se encontraron mi abuelo y Tagore y, para mí, el poema de Tagore es el poema de mi abuelo. Intuyo que eso es la literatura, un encuentro, la forma más humana de comunicación entre dos personas que nunca se conocieron».

No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. No sé por qué lo llaman amor. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. Creo que podría ajustar mi vida a ello.

domingo, 19 de febrero de 2012

Pregúntale al manzano



Valentín Vallhonrat me miró desde dentro de sus gafas alargadas en las puntas, los ojos pálidos y fijos en mí desde la vidriera de un acuario felino.

—Respóndeme las siguientes preguntas: Lorena, ¿te consideras artista? ¿Eres escritora? ¿Y qué posición tienes frente al arte?

Era la primera clase de Escritores y Artistas en el aula gris de la Escuela, gris por las paredes, que van cambiando de colores según cada salón. Pero en la gris nunca habíamos estado antes: en el centro una lámpara argonáutica, como de embarcación antigua, o una lámpara falsa, simplemente, que encubre algo parecido a un detector de mentiras, un portento goyesco de la verdad. Yo que no podía dejar de mirar la lámpara y mentir con franqueza y Valentín con la mirada clavada y la cazadora verde milicia abotonada hasta el cuello.

Y, la verdad, es que no lo sé, Valentín. No sé. Pregúntales a ellos, al resto. A mí me gusta escribir y no me gusta. «Odio escribir pero amo haber escrito», como leí por ahí. No soy artista, Valentín. Quizá escritora porque sé escribir: conozco el alfabeto, diferencio una vocal de una consonante, tengo buena ortografía, sé un poco de gramática y también de sintaxis, sé sumar sujeto más verbo más predicado y podría conmutar la suma, también, no es tan difícil. Sé escribir con letra corrida y de molde. Me gusta jugar con mi letra, tengo bonita caligrafía, y me entretengo garabateando porque mis letras tienen algo de flores y de flamas, por eso, algunas veces, me cuesta también leerme sobre el papel, aunque da lo mismo, a veces escribo y simplemente no me leo, no hay manera de que lo que escriba me sea inteligible. Figúrate a otros. Podría decir, entonces, Valentín, que sí soy escritora, aunque está claro que se puede ser escritora (o escritor) y analfabeta. Escribir con vocación analfabeta es lo difícil, si supieras; lo fácil es escribir con vocación de artista. «Escribiendo a lo tonto, sale lo listo», dice Magdalena. Pero la verdad, y no miento nada, es que yo me siento escribiente, más bien. Yo escribo lo que me dictan, eso es lo cierto, soy buena cogiendo dictados. Como ahora, que escribo porque algo me dicta lo que escribo y no es un dios ni una musa es algo más pedestre, la necesidad, me parece, como la sed que te dicta el agua en letras muy legibles o el deseo, aunque con más prisa. Supongo, sobre todo, que soy buena oyente. Que escucho mucho y obedezco. Es la labor del escribiente; ese es el oficio. Escuchar mucho y obedecer con el lápiz. Era lo que aconsejaba Rilke. A lo mejor así, un día, el analfabeto hace arte, por error, digamos, el escribiente, de pronto, escribe. Y ocurre un milagro, un misterio gozoso. Todo esto está muy lejos del psicoanálisis, me parece. Tampoco sé muy bien por qué escribo lo que me dictan. Es cierto que lo más fácil sería rebelarme y, no creas, siempre conspiro un poco mientras escribo, siempre pienso en que invertiría mejor el tiempo lavando los platos, por ejemplo, o ayudando a un ciego a cruzar la calle. Sin embargo, tampoco el manzano sabe por qué da manzanas, eso tan cierto que decía Lobo Antunes, pero, desde luego, la pregunta inquietaría al árbol. Es como mi amiga Andrea que me pregunta hoy si estoy bien de salud. Uno supone que está bien y en cuanto te lo preguntan ya eres hipocondríaco. Pero gracias por preguntar, Valentín. En serio. Supongo que, al final, es una pregunta sin importancia, porque como tú dices, ser escritor no es importante. Y eso de tus ojos pálidos, fijos en la vidriera de un acuario felino y la lámpara argonáutica sea, probablemente, otra estupidez, cualquier gris. Qué alivio.  

viernes, 17 de febrero de 2012

La biblioteca de los sueños


Desde el 2001, la Escuela convoca el concurso Antonio Villalba de cartas de amor. Este año, en su XI edición, hicieron extensiva la invitación a los estudiantes del máster de Narrativa para formar parte del jurado. Quizá merezca otra publicación comentar la experiencia de la lectura de cartas de amor —alrededor de cuarenta entre la primera y la segunda ronda dentro de un total de más de trescientas— un 13 de febrero del año 2012, en víspera de San Valentín y en Madrid. Tuve dos preguntas lo suficientemente intrigantes y persuasivas al momento de tomar la decisión de formar parte del jurado (una mía y otra de Carver): qué se escribe y cómo en una carta de amor en esta primera docena del siglo XXI y, naturalmente, de qué hablamos cuando hablamos de amor. Queda esta digresión para una tarde de laúd bajo una escalera.

La carta ganadora «La biblioteca de los sueños» pertenece a la autora Isabel Cuevas. En el segundo y tercer lugar, figuraron dos cartas finalistas: «Por el bien de Lili» de Nacho Viñuela y «Veneno para grillos» de Salvador J. Tamayo, respectivamente. Enhorabuena a estos tres textos y a sus autores. A continuación, copio la carta ganadora para aquellos a los que también les pueda la intriga (a Isabel mi gratitud por permitirme publicarla).


La biblioteca de los sueños

I

He construido una biblioteca, Roxanne. En la salita de la izquierda, la que hace pared con el comedor, he construido una biblioteca. Tenía algo de tiempo y primero ha sido un estante y luego otro y al final he terminado por llenar todas las paredes. Si no fuera porque Frances dijo que si tapaba la ventana, me llevaría al psiquiátrico, hubiera puesto un estante también para tapar el sol. El sol desde que te fuiste quema demasiado y a mí ya no me quedan ganas de mirar lo alto que está, pero Frances se ha puesto serio con aquello y he tenido que dejar la ventana intacta. De todas formas, él no sabe que la biblioteca no es para guardar libros. Los libros ya se guardan dentro de sí mismos, Roxanne, esto ya deberías saberlo. Necesito clasificar mis sueños. Tengo 12 estantes y necesito llenarlos de sueños.

II

El chico de los Campo me ha llamado papá. El pequeño, el de los bucles negros, ha venido por el portal corriendo y gritando papá, papá, papá. A veces aletea, ya te lo dije, que aletea como una mariposa. Venía corriendo y aleteando y yo no le he dicho que no era su padre. Le he cogido y le he llevado a casa. A Berta le gusta que le lleve al chico a casa. Siempre abre la puerta en camisón y me dice que pase y si no fuera por ti, Roxanne, ya lo hubiera hecho. Si no fuera por ti y por el sol, que desde que te fuiste quema demasiado.

III

Es fácil atrapar un sueño. Es una de esas cosas que parecen imposibles. Atrapar sueños, digo. Supongo que te imaginas alguien que va detrás de un sueño, para que no se escape. Al chico de los Campo aleteando para atrapar sueños, pero no es así. Así no se hace Roxanne, así se escapan. Los sueños son horriblemente rápidos como para ir detrás de ellos. Tengo puesto el despertador a las 5:32, todos los días suena a las 5:32. Solo para atraparlos, Roxanne, es así como se hace. Me despierto soñando, me despierto en medio de un sueño. A veces estoy simplemente en un autobús y otras a punto de salvar la tierra de un meteorito. En seguida me despierto en la cama y noto que el meteorito me va a aplastar ahí mismo. Hay que cerrar los ojos. Es fácil Roxanne, tienes que cerrar los ojos y echar fuera el sueño. Te digo que es fácil. Antes simplemente hacía eso, echarlos fuera, pero desde que construí la biblioteca he decidido clasificarlos. Quiero guardarlos todos y luego volverlos a soñar. Por eso llevo una semana durmiendo en la salita. Ahora, cuando me despierto, en vez de echarlos fuera, los agarro, como cuando cojo al chico de los Campo, y los subo a la estantería.

IV

Hoy me he vuelto a encontrar al chico de los Campo en el portal, Roxanne. Estaba chupando una piruleta y se ha quedado mirándome. Esta vez no me ha llamado papá y yo le he cogido y le he subido a casa. Berta me ha dicho que el chico ha dejado de morderse. Por lo visto, antes se mordía los brazos o algo así y ahora solo mira.

V

Frances se está preocupando porque duermo en la salita. Dice que como siga así me va a tener que llevar al psiquiátrico y yo le he dicho que solo lo hago para no pensar en ti, que el resto de la casa hace demasiado daño. Como no le he dicho lo de los sueños, hoy ha venido con dos cajas de libros para mis estanterías. Ha traído Nabokovs y mucha literatura francesa y me ha ayudado a colocarlos. De momento tengo tres estantes ocupados de sueños y dos de libros. Ni siquiera sé lo que puede pasar si se mezclasen los dos en un mismo estante.

VI

Llevo doce días durmiendo en la salita y ya tengo la mitad de los estantes ocupados. Decidí clasificar los sueños por temas: los de animales por un lado, los de superhéroes por otro, los de muertes por otro… Los tuyos, Roxanne, van a parte. He hecho un estante solo para ti y te sorprenderá saber que está casi lleno. Llevo doce días y ya tengo casi la mitad ocupados. He pensado que tal vez debería haberlos clasificado por orden alfabético, ya sabes, los Balzac a un lado y los Perec y los Proust al otro.

VII

Hoy no ha aparecido por el portal el chico de los Campo, así que he subido para preguntar que le pasaba. Berta me ha abierto vestida y me ha dicho que el chico estaba perfectamente, que incluso había dejado de aletear. Pero yo ni siquiera la he escuchado. La he visto allí, tan vestida, tan tapada, Roxanne, que he necesitado desnudarla. He pasado yo sin que me lo ofreciera y le he puesto el dedo en la boca para que no hablara. Se lo he hecho con fuerza, Roxanne, y luego me he vuelto a la salita. El sol quemaba y he empezado a tapar la ventana. Necesitaba más estantes. Necesitaba un estante para ella.

VIII

Frances me ha dado un ultimátum: o salgo de la salita o me encierra en un psiquiátrico. La ventana ya esta tapiada entera y aunque él no lo sabe, casi todos los estantes están
llenos de sueños. Me trajo literatura Rusa y Polaca que he tenido que esconder debajo de la cama porque ya no entran, así que le he dicho que se la presté a la parroquia, para que los críos leyesen.

IX

Últimamente paso mucho a visitar al chico de los Campo. Primero se lo hago a Berta y la mando callar y luego voy a verle. Él ha dejado de mirarme, ahora ni aletea, ni muerde ni nada, simplemente dice papá y luego se queda en una esquina.

X

Roxanne, esto es el fin. He llenado la salita de sueños. Ayer saqué todos los libros de las estanterías y esta noche no he dejado de soñar. Ya ni siquiera sé clasificar mis sueños y ahora vagan a sus anchas por ahí. Esta mañana, después de hacérselo a Berta, he venido a la salita y me he encontrado con que todos los sueños se habían mezclado, que saltaban de un lado a otro, que hasta se escapaban por la puerta. El dinosaurio comiéndose a Berta y el meteorito con forma de autobús cayendo desde un ascensor. He tirado los estantes abajo, Roxanne, todos y cada uno y he abierto la ventana para que se fueran. Pero cuando ya se estaban yendo, cuando ya desfilaban los dinosaurios y los Nabokovs y los autobuses y los meteoritos por el cielo, he visto algo al fondo. He necesitado abrir mucho los ojos, Roxanne, para ver como el chico de los Campo se iba, aleteando por la ventana. Te digo que he necesitado abrir mucho los ojos, porque no sabes, ni siquiera puedes imaginar, como quema el sol desde que te fuiste. 

lunes, 6 de febrero de 2012

Wislawa




A Polonia me unen varios afectos un poco arbitrarios, diría yo, como los que se tienen con las cosas que se quieren naturalmente. En primer lugar, cierta sangre subterránea que me llega en hilos por los Ezerkaukis, un apellido que anidó en mis raíces letonas hace un par de generaciones, al menos en las ramas del árbol que me dibujó mi abuela Astrida hace unos años. Luego, me estrechó a ese lugar una amiga polaca que conocí en Italia y que quería ser escritora. Por ese tiempo, leí una frase de Steiner sobre Varsovia en la que me parecía que podía estar hablando lo mismo de la Riga que yo había visitado a los dieciocho años y que sufrieron mis abuelos:

«Hermosa como la ciudad de Varsovia da la impresión de un montaje escénico. Es como si la luz de las cornisas no se hubiera restaurado, como si el aire fuera inapropiado y llevara consigo aún cierta carga del fuego anterior».

Riga, que era la joya del Báltico, la «pequeña París» de los cuarenta, una cuarentona regia de la que abusaron los soviéticos y dejaron esquirlada. Ese año que visité Riga, en el piso de Terbata iela, tuve un sueño que transcurría en Polonia al que se unió, finalmente, una voz: la voz de una mujer como Varsovia o como Riga o como Wislawa.

La escuché por primera vez de la boca de un hombre, del poeta venezolano Rafael Cadenas, recitando fragmentos de «Odio», un poema que circuló en Papel Literario y que él compartió en un taller. Wislawa Szymborska conocía a Cadenas, había leído su poesía en una traducción al francés. Así me contó el profesor Marco Rodríguez del Camino en una historia que sorprendió al mismo Cadenas.

Steiner habla del fuego presentido en Varsovia, en Riga, de «cierta carga del fuego anterior» que, sin embargo, permanece vivo en Wislawa. Al modo de una Casandra, en cuya mirada sigue ardiendo Troya, Varsovia:

Soy yo, Casandra.
Y esta es mi ciudad convertida en cenizas.
Y este es mi báculo y mis cintas de vidente.
Y esta es mi cabeza llena de dudas.

Quizá lo que más me asombre de Szymborska sea el fulgor de ese fuego, pero de un fuego, de una pasión que duda: ese fuego vacilante de Wislawa. A veces da la sensación de que todo cuanto ha escrito —en una poesía directa, descarnada— avanza sin oscilar en su forma de «aire inapropiado», y supone un hallazgo descubrir que su fuego es un fuego balbuciente, el fuego de una poeta que arrulló la duda, la perplejidad. «Los poetas, si son genuinos, deben repetirse constantemente: “No sé”», escribió en su discurso para el Nobel en 1996. «Esta es la razón por la cual valoro tanto esa diminuta frase: “No sé”. Es pequeña, pero vuela con alas poderosas. (…) Si Isaac Newton nunca se hubiese dicho “No sé”, las manzanas en su huerto hubiesen caído como granizo y, a lo sumo, se hubiese inclinado a recogerlas y apenas las hubiese devorado con gusto».

«Hermosa como la ciudad de Varsovia —decía Steiner— da la impresión de un montaje escénico».  Un montaje escénico al que Wislawa asistió en el sexto acto:

Para mí, lo esencial de una tragedia es el sexto acto:
el resucitar de los muertos en la batalla del escenario,
el retocar pelucas y vestuario,
el arrancar el puñal del pecho,
el quitar la soga del cuello,
el unirse en fila a los vivos
de cara al público.

Saludos individuales y colectivos:
la mano blanca en el corazón herido,
la reverencia del suicida,
la inclinación de la cabeza cortada.
(...)


El milagroso retorno de los desaparecidos sin rastro.
Pensar que entre bastidores han aguardado pacientes,
sin quitarse las vestimentas,
sin limpiarse el colorete,
me conmueve más que los monólogos de una tragedia.

Pero lo en verdad solemne es la bajada del telón
y lo que se sigue viendo por una estrecha rendija:
aquí una mano que se precipita hacia una flor,
allá otra mano recoge la espada caída.
Y sólo entonces una tercera mano, la invisible,
cumple con su cometido:
me agarra por el cuello.

Yo tuve un sueño. Y la voz de una mujer como Varsovia, como Riga, como Wislawa.