martes, 24 de enero de 2012

El maestro y Margarita





Hace un par de años, mi amigo Alfredo me habló de este libro. No lo había leído entonces y cuando lo vi en la lista de las lecturas del segundo año, me emocioné sinceramente. Nadie logrará disuadirme de esa magia diabólica —reafirmada por Voland, el demonio de Bulgákov, el autor— por la que un libro se abre definitivamente, ni tampoco del siniestro artilugio por el que el mismo libro se sigue perpetuando en sueños, tal y como ocurre con la novela del maestro en la conciencia de Iván Nikoláyevich. Como lectores, acudimos a un pacto luciferino, está claro; pactamos con un escritor-satán, ubicuo y omnisciente, para que nos revele esa historia imposible que conoce y nos atañe. Un soplo de amor, locura y subversión, me parece, entra en la propia vida con este libro para enriquecerla en su forma de estrechar hombros con una letra de Andrés Calamaro que dice que no hay bien ni mal, sino más o menos.

Intuyo que esa fue, en cierto modo, la intención de Bulgákov cuando escribió El maestro y Margarita: desmantelar el racionalismo stalinista con un soplo de amor, locura y subversión, tres hijos legítimos, por así decirlo, de la imaginación. Recuerdo a una amiga finlandesa que me decía que si no imaginaba nada nunca me iba a suceder. Y entiendo que el suceder entra por el rabillo de la duda, iniciadora de todo cambio, eso tan tremendamente escandaloso para cualquier régimen totalitarista.

En la discusión que compartimos en clase sobre el libro, Eloy Tizón afirmaba la mirada de Martin Amis sobre el horror stalinista, fija no tanto en las estadísticas de deportados y muertos que inició en 1918 en la Unión Soviética, como en la horrenda metáfora de la «ovación interminable» que suponía asistir a un discurso del dictador. «Imagínense que Stalin terminaba de hablar y el auditorio empezaba a aplaudir de inmediato. Pero el problema era cuándo dejar de hacerlo porque eso te convertía automáticamente en sospechoso». Cuenta Amis que al concluir una conferencia del Partido en la provincia de Moscú durante los años del Terror todos se levantaron a aplaudir, pero nadie se atrevía a parar. Diez minutos más tarde, «mirándose unos a otros con fingido entusiasmo y decreciente esperanza, los jefes de distrito siguieron aplaudiendo hasta que cayeron redondos al suelo, hasta que se los llevaron de la sala en camilla». El primero que dejó de aplaudir, remata Amis, fue detenido al día siguiente y condenado a diez años por otro delito. En esa sofisticada tortura de ovaciones, Bulgákov escribió El maestro y Margarita, una novela, además, profundamente sensual y amorosa.

Justo a ese Moscú aterrorizado llega en la novela de Bulgákov el diablo con su séquito, impaciente por trastornar el orden con una serie de acontecimientos sobrenaturales, astrosos e ilícitos. En las vísceras del poder, irrumpe lo fantástico, que para Todorov consistía en esa vacilación entre lo explicable y lo inexplicable, y que detona las neuronas de la maquinaria autoritaria, embrolla los tentáculos, le pone la zancadilla al pulpo en su imperativo por dar «justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios». Por otra parte, es Voland, el mismísimo diablo quien, en retribución a la incondicionalidad de Margarita que le ha vendido su alma para salvar su amor con el maestro, rescata del fuego la novela del amante, humillada y roída por los críticos del régimen. Es la historia personal de Bulgákov en la Rusia soviética; sin embargo, sobre las cenizas esparcidas de muchos de sus textos que silenció el sistema, el escritor levantó su advertencia: «Los manuscritos no arden: el papel escrito se resiste a arder».

Una noche, contó la tercera esposa del autor, Stalin telefoneó personalmente a Bulgákov. La transcripción de la conversación merece una publicación aparte como historia rocambolesca. En todo caso, esto viene a cuento porque Eloy Tizón subrayó la idea de Bulgákov de que ser escritor en Rusia era tener vocación de héroe. La historia de Mayakovski, Mandelstam, Anna Ajmátova, Zamiatin, Pasternak, Gorki y la del mismo Bulgákov aquilatan esa visión del propio oficio.

«El sufrimiento del hombre era tan intenso que a veces se ponía a hablar consigo mismo», escribe el maestro en un fragmento de su novela sobre Poncio Pilatos. Quizá eso fue El maestro y Margarita para Bulgákov, quizá eso sea, en definitiva, también la literatura: una manera de hablarse a sí mismo para distraer el dolor, el balbucir de un enfermo, de un enamorado o de un loco. 

Sympathy for the Devil de Mick Jagger es un ejemplo de la inspiración extendida de Bulgákov y su novela en otros creadores del siglo XX.






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