miércoles, 28 de enero de 2015

Las simples cosas




Carranza de amanecida. Diciembre, 2013


Al 5B de la calle Carranza número cinco llegamos un noviembre de 2010. Amira y Adriana venían a Madrid a estudiar Moda y Fotografía en el IED, y yo el máster de Narrativa de la Escuela de Escritores. El piso lo encontramos íngrimo y desequilibrado (ya se iba a pique cuando llegamos y cada uno de los tres balcones era una suerte de proa). Solo había un televisor saúrico que había perdido el habla hacía mucho y dos estrellas rojas grafiteadas detrás de la puerta de entrada, acolchada y encuerada en un vinotinto opuso de puticlub. Lo único que supimos es que, antes de nosotras, habían vivido en el piso seis ocupas etarras y tres perros (los empadronados, al menos) y, aparte de las estrellas rojas, habían dejado garabateadas algunas frases en la puerta del vestidor que todavía son discernibles: Puñal Patxara. Puta. ETA ETA ETA ETA.

Y, sin embargo, se puede decir que nunca pasamos miedo de verdad, salvo cuando creíamos que estábamos solas en la casa, tú sabe, y aparecía, de pronto, Adriana Sabina en albornoz, en su bata antilibido, como una Sayona gozona o melancólica, con las manos en los bolsillos y con sonrisita como le daba por aparecérsenos alamuysádica (la sonrisita era lo que realmente desataba instintos criminales). ¿Y el corazón? ¡Bárbaro, doktol! Nuestra compañera de piso se encarga de bombeárnoslo cada dos, tres veces por semana. ¡Ya hasta sabe hacerse el muerto! (en otra vida, esas nos las pagas, Sabina). 

La primera etapa del piso diría que perteneció a una época más bien recreacional que comenzó con aquel picnic inaugural de Cerati en «el 5B»—, una época en la que, bien visto, casi no se hablaba: se gritaba (ellas gritaban; las contralto no tenemos, lamentablemente, el don de esas catarsis). Podríamos decir que fue la etapa amarillo número 5 de Carranza, la más adolescente y explosiva (una de las más felices, también), con Amira y Carolina, sobre todo, con la boca encendida de rojo chocolabios, «la falda muy corta», dando agudos (y eso que no era por mucho más que yerbabuena o absenta), horquillando tímpanos y despalomando, hoja a hoja, en los balcones de Sandoval, el Manual de Carreño que Belinda le había encomendado a su hija Carolina desde el colegio de señoritas (por cierto, nunca más se me ocurrió apearme del caballo en el comedor ni chuparme el pelo en público: ¡gracias, Belinda!).

Fue una etapa de humaredas azules de Camel, de complicidades sonámbulas, pactos de sangre, recitales poéticos a la luz del vino y de las velas Glimma de Ikea (de esos espermas, estas hijas), de clubes nocturnos de cine y de lectura, Sex and the city, rimas y rímeles noctámbulos. Sentada en su sillón Voltaire / recordando sus hazañas / en la copa un Frenadol / en un bar de Malasaña. Fue la época de contagio y copulación definitiva de la comuna sifilítica (con Maritza Sayalero como patrona de esas malas sañas), de melodramas y chungazos amorosos masticados con cotufas y deglutidos con yogures, historias con mucho, muchísimo ¡conflicto! como las que me esforzaba en escribir para la Escuela, subtituladas al idioma del interlocutor, listas para representar, con bandas sonoras, frases exaltadas o resentidas de guión, vete y vuelve hace diez años, y espasmos de sollozo. Esa etapa de Carranza en la que la amistad era una flor viva y extraña, mucho más rara que el amor.

Hasta que todas se fueron. Y nos quedamos Adriana Sabina y yo, pasándole un trapito a la mesa de la cocina y removiendo el caldo.

—Esta sal de Madrid no sala nada.
—No, mucho, no.
—Un coño. 

Que la sal no salara un coño era de peor agüero que el agüero de ese caldo y que todas esas maleteadas juntas. Así que abrimos de par en par el cuarto del medio —como lo llamábamos—, volteamos el colchón, desclavamos las ventanas, dejamos que el sol lo acalorara y ya, barriéndolo, saludábamos a la dominicana del balcón de enfrente que fregaba el piso no sabíamos con qué coño, pero con uno muy y bien salado como manda el guavaberry.

Y así empezó la nueva temporada en el cuarto del medio con una furiosa farándula que nos sacábamos de nuestras tómbolas y audiciones de aquel experimento que llamábamos el Carranza Idol. Después de Amira, la primera que llegó despotricando con sus maletas al quinto sin ascensor fue Laurita con sus libros árabes en el bolso (como las catequesis), su queso gallego y sus cajitas de cuscús, sus causas estrogénicamente políticas (por las que juro que debimos estar en la mira de algún gobierno sin saberlo), sus idilios profesoriles y su mala costumbre de despertarme para ponérseme a llantear cuando el vojka la contentaba o la fruncía (Laurita mía, todavía te tengo prendidas estas dos velas negras. Metiti la giacca, cara).

Luego vino Cristo —ujú, Cristo— y aquello fue, tal cual, un advenimiento (qué guapo era el bienaventurado). Además de unos tips bien chéveres sobre modelaje y peluquería, Cristo nos trajo unas cuantas y buenas risas espirituosas con las que pasábamos nuestras tardes de solteronas o divorciadas cachondas. «¡Cristo, crucifíiiiicaaameeeeeeeee!». «¡Entiérrame ese Cristoooooooo!». «¡Cristo, resucítatestaaaaaaaaa!». Debo decir que gracias a nuestra desvergüenza, hasta alguna rodó por ese monte de los Olivos y, por lo que supimos, lo que vio allí fue aleluyamente satánico.

Al rato y para no cortarle el rollo bíblico a la temporada, entró Pablo que era ornitofóbico y le daba por entrar sigilosamente a nuestros cuartos para asegurarse, aterrorizado, de que hubiéramos atrancado muy bien las ventanas porque «¡vos te imaginás, si repente, entrás a tu cuarto y te encontrás dentro una paloma!» (con lo mucho que algunas esperaban la venida del Espíritu Santo, d.C.). Y para nada,  porque luego llegó otro excéntrico al que se le ocurrió la hospitalaria iniciativa de construir «casitas» en las habitaciones para que entraran las palomas a comer (¡¡¡¿ah?!!!,¡¡¡¿qué?!!!,¡¡¡sífilis!!!). Menos mal que me opuse categóricamente a la construcción del palomar porque quizá a Adriana Sabina no le hubiese espantado tanto la idea, total, seguro que tener palomas en la casa fortalecería el sistema inmunológico, sórdida, guérnica. Sin embargo, es cierto que salvo algunas excentricidades franciscanas del tipo, Mikel —que así se llamaba el ornitofílico, nuestro querido Mikel— vigorizó en Carranza el bricolaje, promovió las labores domésticas y le infundió a la casa eso que llaman soplo de vida y aura. Y yo creo saber exactamente dónde puso el guiño y la bala: en las licras. Sin duda alguna, eran esas licras adherentes que se ponía para mover muebles y acuclillarse (sobre todo, para acuclillarse), y que vistas por delante y por detrás sintetizaban y exaltaban todos los atributos en un nombre: Sofía Vergara. Así quedaron monumentadas esas licras, como las Sofía Vergara, ¡y cómo pusieron a valer las nalgas de Carranza!

En medio del potrero, tuvimos un paréntesis islámico cuando llegó Aicha con su velo, su té moruno, sus hojaldres y sus tayines. Aicha nos mimó, nos maquilló, nos desmaquilló, nos consoló, se latinizó, se mundanizó y hasta se sacrificó por nosotras y acogió hospitalariamente algunas de nuestras penurias en su casa posterior de Valverde, suspendida o itinerante entre el bien y el mal, debatida, como casi todos en algún momento de la vida, entre la bachata y el Ramadán, o sea, entre el drama y la santidad.

Ya casi hacia el final de la temporada, apareció David con su buena estrella, con un catalán muy castellano, un cigarro electrónico colgado en el cuello que parecía un chupete o un biberón y esa forma alegremente perruna con la que miraba todo lo que nos sobraba en el plato y en la olla, y que se atolondraba con un gusto que nos hacía pensar si lo mejor de todo aquello no eran realmente las sobras de David (desde entonces me como todo, especialmente los restos y las sobras ajenas también, porsiacaso).   

La penúltima de todo el elenco carranzular fue Melissa, una limeña bien mandibuleada que vivía en el cuarto del medio como en una torre del otro lado del castillo o en Carrantia, que en cántabro viene a significar algo similar: «peñas altas del valle» (¡lo que una descubre cuatro años después!). El caso es que apenas la veíamos y casi siempre se escabullía. Yo me la imaginaba peinándose la melena rojiza frente al espejo, mientras la escuchábamos desafinar a voz en cuello, enamorada y desenamorada, sin recuerdo alguno del huevo que había dejado hirviendo en la cocina y por el que casi nos sacamos el premio del segundo incendio de la calle. Del primero, ya Carranza tenía sus quemaduras en el número siete, un 6 de abril de 1982, a causa de un siniestro pasional en el que un brasero acabó prendiéndole las faldas a una mesa camilla y cuyo fuego destruyó en la portería, a saber, una máquina de coser y un canario enjaulado (eso de coser y cantar, yo siempre he dicho que es peligroso). Pero lo más trágico del siniestro fue la muerte de un estudiante que pasaba en moto y escuchó los gritos de los tres balcones. Consiguió salvar a tres personas y, cuando intentó salir, se desplomó la escalera. Entre los portales cinco y siete de la calle, puede leerse una placa: «A la memoria de Álvaro Iglesias Sánchez, por su acto heroico en el incendio de la calle Carranza Nº 7. Madrid, 6-2-1982». Lo que me hace dudar de que a la calle Carranza la hayan bendecido con más de un Álvaro y me hace pensar que aquella vez nos salvamos por los pelos y de una buena.

Y entre todo este faunario rocambolesco, encabezando el fichaje, si me pongo a pensarlo, siempre estuvo Daniel, el machucante cuzqueño de la Sabina. Es posible que no estuviera desde el inicio, pero para mí es como ese primo lejano que sale en todas las fotos familiares, sosteniendo una copa en la mano, abrazando a amigos y a enemigos y con la sonrisa achinada (o, en su defecto, luciendo el albornoz antilibido de Adriana Sabina, una imagen, sin duda, insuperable). Nunca lo empadronamos, más bien creo que lo apadrinamos y lo emperdonamos (ya ni sé) y con todo siempre volvía, «con las orejas caídas, con el hocico partido» y el muy poco rabo entre las piernas, fiel al Carrancho que, fue, poco a poco, en lo que fue derivando nuestra Carranza. 

Con el tiempo, la casa se fue apolillando y curtiendo, las ventanas se torcieron y algunas paredes se descostraron (parecía que iban a dejarse crecer el musgo). Yo hasta pensé en llevarme conmigo una de esas costras, como las de Pompeya o como las de cualquier otra ruina que en otro momento nos haya acogido en su austero esplendor. Después de un año, Melissa se volvió a Perú y besamos el santo con Abdón, el hermano mayor de Adriana Sabina y el último de la saga, y me dio que la casa intuyó poco a poco que ya nos íbamos despidiendo porque ella también empezó a despedirse. ¡Ay! Y me aguijoneó por entonces esa canción cuando me encontró a solas en un café de Malasaña con la voz de Martirio y la guitarra de Raúl Rodríguez.

Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas.
Lo mismo que el árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas.

Progresivamente, se empezaron a quemar todas las bombillas de Carranza. Primero, la de mi cuarto; luego la de la lámpara del pasillo, después la del baño y, finalmente, la de la cocina. Fue como si una lenta penumbra se fuera llevando la casa y la dejara así, a oscuras, con los ojos más bien cerrados, como quedará en nosotras, iluminada apenas por la luz esencial de sus tres balcones sobre los párpados.

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.

Todos se fueron y volvimos a quedarnos Adriana Sabina y yo, esta vez, con un juego completo de cajas vacías —como la de los prestidigitadores—, en las que todo lo embaulado ya, en esta hora, ha desaparecido y aparecerá, quizá, transformado, en algún otro lugar. Quién sabe.

Quizá, después de todo, solo quede el temblor insomne del metro atravesando la calle y eso que el poeta dice que es la vida: el miedo, la aventura, los sollozos. O tal vez solo quedemos «la calle y yo —como le leí decir a Eloy Tizón de su calle— y todo lo vivido en ella a lo largo de estos años, todo lo que he escrito, amado, sufrido y visto».

Este texto de Eloy llegó a mí hace cerca de dos años. Lo leí una noche luego de haber paseado juntos por su antigua calle, cerca del Parque de Berlín. Venía editado en una revista-periódico que doblé y guardé en esos cajones que sabemos que son un porvenir. Hasta hoy.

«Aterricé aquí por accidente, un día al caer la tarde, después de una ruptura amorosa, y ha resultado ser un destino inmejorable. Como nada hay definitivo en esta vida, en que todo es provisional, interino, reversible y urbanizable, sé que un día perderé esta calle. Por enésima vez tendré que empaquetar mis cosas y marcharme de aquí con mis cajas de mudanza, quién sabe cuándo, quién sabe adónde. Lejos. Cerca. A otra calle y otra existencia soleada desde la cual soñaré, tal vez, con una calle como esta».

Carranza, 5. 5 B. 

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.

Gracias a todos los que nos acompañaron durante estos cuatro años de vida, a nuestros porteros del alma Carlos y Francisco, a los que llegaron a Carranza con las manos llenas y vacías, a los que desembarcaron allí con su mochila al hombro o con lo puesto, a los que compartieron un ladito de la cama o media almohada y soñaron allí, a los que, al partir, dejaron nuestra Carranza siempre más viva. A los que compartieron el pan al sol y perfumaron el vino, a los que bailaron en la cocina solos o apretados, a los que fumaron a solas, en un balcón, a los que vieron amanecer y anochecer allí y, en esa luz, se dolieron por alguien; a los que prometieron volver y a esos que nunca del todo ni ya para qué se fueron. Y, desde luego, tantas gracias a los que vienen todavía en camino, a los que han estado siempre a punto de llegar (y a los que, grazie Dio, nunca llegaron). 

Gracias a todos por celebrar y engrandecer las simples cosas. 

Y, especialmente, gracias a mi Sabina, por nuestra Carranza vivida de principio a fin con su dulzura y su aridez, por todos estos años juntas, ¡papafrita!, ¡zanahoria!, güira y tambora.

Supongo que un 31 de enero no es demasiado tarde aún para desearles a todos un feliz año y, sobre todo, una feliz nueva vida. Ni esta luz de amanecida del 1 de febrero tampoco es demasiado clara todavía para irme de ventana a ventana, antes de partir yo también, a llanturrearles esta canción.

Hasta muy pronto, mis más queridos.




viernes, 16 de enero de 2015

Eros, atención y sensual apertura


Para un ars pedagógica

A mis alumnos-compañeros


Sappho © Akbar Sim


Las palabras que transcribo, a continuación, pertenecen al testimonio de Christian Ide Hintze, uno de los fundadores de la Escuela de Poesía de Viena. Tuve la oportunidad de escucharlo hace unos meses en Orivesi (Finlandia), gracias a las milagrerías de la celuloide y la celulitis documental que, en este caso, honran lo que podríamos llamar, en cierto modo, el antiarte poético y transgresor de un hombre que cometió la «sabia locura», según Allen Ginsberg, de crear una escuela de poesía.

El caso es que Hintze nos cuenta allí, en un café vienés, con un jugo de naranja y una de esas tartas de chocolate amargo y mermelada de arándanos (mejor que la de albaricoque), que esas sabias locuras le vinieron de Eros (que, bien visto, tiene algo de la amargura del chocolate vienés y la lascivia del arándano). Y, por supuesto, me puse a pensar en mis alumnos-compañeros, en la alumna que he sido y soy, y por extensión, en mis maestros y maestras (unos y otros un poco amantes todos), y coincidí absolutamente con Hintze (de hecho, mi encuentro con él, allí, tuvo su iluminación) en que no hay aprendizaje ni vivencia poética, a la par inspiradora y trasformadora, sin erótica, así sea la mínima experiencia golosa y salival de una torta Sacher que entre en el alma por el chillido de un tenedor arañando el plato.

Recordemos que Bataille hablaba de tres eróticas: la erótica sexual, la erótica del corazón y la erótica de lo sagrado.

Allí, precisamente, en esos tres umbrales en los que experimentamos las transacciones entre cuerpo y alma, en esa «tensa emotividad» entre Psique y Eros, empiezo a situar lo que ha sido el descubrimiento y la reafirmación de cierta ars pedagógica: en el goce de la lengua de la lengua madre, ¡Ave María Purísima!, rebuscando y libando esos límites, esas comisuras.

*

Eros, atención y sensual apertura

Builders of poetry worlds
The Vienna Poetry School (schule für dichtung) video conversations with Christian Ide Hintze

Eros es algo así como una apertura sensual y fisiológica de la atención hacia uno mismo, hacia otra persona o hacia una relación. Creo también que Eros es el mejor estímulo para el aprendizaje. Uno puede verlo en Safo, la primera persona en la historia de la humanidad en describir a Eros en un poema: «Eros escudriñando otoños, como el viento de los robles en mis ramas y este temblor ... ». Y por lo que sabemos, Safo empleó precisa y deliberadamente este Eros al igual que la mayoría de los maestros en la Antigüedad como método de enseñanza. Una y otra vez, he comprobado que los encuentros de vida más decisivos o las más decisivas revelaciones, a partir de esos encuentros, ocurren cuando Eros está presente. Puede tratarse de un encuentro con un hombre o con una mujer; es algo que no se puede prever. Cuando eso sucede es difícil describirlo. Se comparte el mismo espacio y se respira el mismo aire. Y sentimos que junto a esa persona tan especial y en esa situación tan especial, lo que ocurre allí es algo igualmente emocionante y especial. Nuevos poderes de concentración nos son dados, acuden y crecen en nosotros: ese poder del pensamiento creativo y la fuerza que lo acompaña. Y la imaginación misma que, incluso, nos permite superar obstáculos materiales. Estas situaciones no duran mucho tiempo. Sería difícil estimar cómo podríamos prolongarlas porque tan solo un instante no es suficiente: es demasiado poco. Eros también tiene cierta duración. No me refiero ahora a un Eros que necesariamente constituya el preludio de un encuentro sexual. No tiene que ser en absoluto el caso. Es difícil de explicar. Se trata de una relación de tensa emotividad en la que es necesario un diálogo porque no se basta como monólogo. Podría también ser un monólogo: es posible que le suceda a una sola persona. Pero, tal vez, cuando les sucede a dos personas, surgen proyectos. Ese fue precisamente el caso de cuando se fundó la Escuela de Poesía. Estas situaciones nos siguen pasando hoy en día cuando llegamos a estados muy específicos que no necesariamente transmitimos verbalmente, sino, más a menudo, a través de la tensión física. Son situaciones de tensa emotividad en las que se hace posible que algo bullente irrumpa entre las grietas, fulgure de alguna manera y nos seduzca con su espíritu. Entonces, uno puede realmente volar. Este tipo de experiencias en las que «se puede volar» son todavía posibles.

martes, 1 de julio de 2014

La Mala


Puerto de Trieste (Italia). Junio, 2004


A La Mala la conocí en Duino hace diez años cuando estudiábamos el bachillerato en Italia. Así la llamaban: La Mala. Estaría entonces entre los dieciocho y los veinte. Era gorda y era la bomba. Ella misma dijo una vez que llegó a pesar tres cifras (más o menos así: $$$) y era la bomba. Un amor de Hiroshimas. Soplaba y engordaba. Y eso tenía su música.

Iba casi siempre con unos bluyines que enfundaba luego con un faldón floreado por encima y hasta los tobillos y con unos zarcillos redondos de fieltro rojo que había comprado en un mercadillo en Helsinki y que batía cantando «songoro-cosongo-songoré». Yo no diría exactamente que fuese gorda, sino abundante. Rubensiana. Y tetuda. Copiosa de tetas, más bien. Y era el colmo del exceso y del barroquismo porque casi siempre se le desbordaban por entre las costuras como si ellas mismas estuviesen a punto de liberarse como una ballena del sostén  (eran las Willy-Secret: llamémoslas así). Pero habría que verla otra vez como hace diez años, apechugando a unas y otros, y allí, entre una de María Guevara y la otra de Pilar Ternera, reclinaba la cabeza del cariñoso interlocutor que se quedaba entre almohadones y almidonado, corazónmente, allí, cucurruteando y caribeñeando frente al Adriático, y entonces le hablaba al oído, lo aconsejaba, le musicaba, lo enternecía, lo consolaba. La Mala. 

Hablaba poco inglés, pero tenía mucho lenguaje corporal (y nunca, que yo sepa, pasó hambre por eso; aunque de vez en cuando tenías sus enroques y deslices: el rap por el rape, Naples por nipples). Yo digo que si tenía algo del realismo mágico de la Guevara y la Ternera lo sacaba cuando exorcizaba y ponía a todo el mundo a barloventear (y por todo el mundo, me refiero a finlandeses, rumanos, lituanos, sudafricanos, chinos, musulmanes, catalanes, albinos y mochos, pero ¡ay! les advertía—: «No le pegue a la negra»). La de bachatas que se corría... Se iba al Mickey’s —el bar de Duino— y se montaba el Tropicana. Ya decía entonces que era más latina que Virgilio y, por esa época, tenía una cumbia vishera que le cantaban: «Ay, la Lore, ay la Lore Ma-la, baila, baila, pero no me a-ma».

Ya les digo, yo no diría exactamente que fuese gorda, sino que tenía mucho amor que dar. Y daba mucho porque le sobraba. Era rumbosa. Pero eso sí ¡quencúyere! cuando La Mala se ponía a enamorar o a enamorarse (ya La Lupe sabía que tenía que sacarse un tacón y enristrarlo y todo lo Sagrado subirse el cielo). Aquello venía seguro con catástrofe telúrica y profiterol. Sei tanto volcanica, le decía Viviana. Sei così sismica, le insistía Cristina. Y es que era todo eso: un amor en escala Richter. Un día, ya en Caracas, esculpiéndose en carnes en una bailanta (u orgipiñata, como cariñosamente las llamaban), en un movimiento tetudo y batiente, cacheteando y noqueando por igual a amigos que a desconocidos —era así de desmandada y carecía de esos pudores— ella misma se coronó y quedó así temida: Tsunami (mucho más exclamativa, con más papelillo, claro: ¡¡¡¡Tsunamiiiii!!!).

Qué divertida era la Mala, de verdad. Es que era la bomba calórica y el tsunami. La bomba de Ricky Martin y la bomba pastelera (de las que hacía La Agüela, de las que rebotaban). Y ni hablar de cuando se ponía a repartir besos (a veces los repartía y otras veces los infligía). Era como el personaje de Cortázar, pero en lugar de vomitar conejitos, a La Mala le daba por salivar y endulzar con besos que iba eligiendo y entrompando como de una bombonera. Pasaba que estaba muy viva y aquella vida creía que había que insuflarla dulcemente así, tal cual, sin bozales y boca a boca (cuánto nos divertimos con el cotillón de la bombonera, que sí que sí que no que no).

Creo que pocas veces me he reído tanto en estos diez años como con ella y con sus amigos. Aquel sentido del humor se descorchaba solo y ya era solo burbujearse y reírse encima, y sorber de la misma botella entre todos y dejarse espumar. Ah, y esa borrachera, esa alegría espumante del vino para mí ha sido —lo juro— la pura felicidad.

A partir de los últimos veintes, La Mala y yo dejamos de frecuentarnos. No sé exactamente qué pasó. La Mala fue adelgazándose (me consta que hizo algunos recortes presupuestarios y cambió la Nutella por la miel, y luego la miel por la Splenda), se escabullía creo—, tuvo miedo de algo. Entonces la eché mucho de menos. La extrañaba a bombonones. Siempre pensaba: «Aquí La Mala diría esto y haría aquello»«Seguro que La Mala no se habría perdido este bombardeo por nada del mundo». La Mala.

Supongo que puedo contarles todo esto de ella porque ya no somos (ni creo tampoco que podríamos volver a ser). Supongo también que les cuento todo esto porque fue una persona que me hizo muy feliz.  Esto es lo que pasa cuando se cumplen treinta años. Pasa que ya no soy La Mala y ustedes, quizá, ya tampoco son los que fueron, los que ella recordaría.

Todavía con el último de los veinte, cuando llegue esta tarde a Duino, en esta víspera del 3 de julio, me empezaré a despedir de ella. Allí nos reencontraremos diez años después, nos abrazaremos y brindaremos juntas a la salud de todos los que nos acompañaron en esta década. Brindaremos allí, en la copa alta del Adriático, brindaremos por nuestros grandes amores, por ustedes, los amores de toda una década.

Y, poco a poco, despediré a La Mala e iré bienviniendo a esa otra, a esa nueva desconocida que ya soy. 

Pero una copa esta copa siempre quedará servida entre nosotras.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Silvana


Todos los 21 de noviembre solía llamar  por su cumpleaños a mi madrina y maestra de literatura Silvana. Todos los 21 de noviembre desde que nos conocimos, incluso algún año desde Madrid, a donde me vine a seguir la vocación que ella me había contagiado. Esta carta fue lo que logré esbozar en un cuaderno el día que me enteré de su partida y que vale por todos estos años en los que nunca nos separamos.

*

La vida, la vida hay que gastarla, decías. Y que a la hora de entregarla sea un gesto leve, sencillo. No hay que tener miedo de perder la vida, de dar la vida.

Desde la capilla del Colegio, Manuel relató la delicadeza pasmosa de tu gesto. Te tenía agarrada de la mano cuando le pareció que la entregabas. Dijo que había sido el colmo de la discreción. Eran las cinco y media de la mañana del 12 de agosto. «Vi a mi madre bella, sonriente, con la boca pintada de rojo como se la había pintado mi hija. De repente se empezaron a escuchar unos aplausos. Era la lluvia que preparaba el cielo para recibir a una reina».

Después de este testimonio y de la misa de acción de gracias en la que nos reunió, salí al estacionamiento de nuestro Colegio San Ignacio y muy cerca de nuestro edificio de Humanidades me llegó de pronto un intenso olor de rosas. No me sorprendí. Silvana tenía eso milagroso de las santas. No me extrañó que se convirtiera en todo aquello: efluvio de rosas, lluvia de estrellas, las lágrimas de San Lorenzo (la noche de más actividad estelar en Caracas fue justo la del 12 de agosto).

En esa acción de gracias estaba demorándose cuando fui corriendo a Caracas a abrazarla, apenas supe de su enfermedad. Entonces, fui la hija pródiga que quiso volver a casa, desanduvo el camino, pero encontró la casa vacía, sin madre. 

Silvana fue mi maestra en el sentido más clásico, mi mentora de vocación, la miel tersa de la madre sobre la frente afiebrada. Como el poeta, a veces he creído que se hizo maestra para demostrarle a Dios que sus alumnos éramos inocentes. Porque para Silvana no había mancha en el Quijote.

Es posible que desde Borges nadie haya leído aquel libro con tanto goce, tanta devoción, tanta premura y tanta fe. Era su Biblia personal, su humanísimo escapulario. Hace más de diez años, cuando estaba en bachillerato, no sabía si lo había leído una docena de veces. En ella se conjugaba una conmovedora dualidad, una dualidad sin doblez: tenía esa vocación fáustica por el conocimiento, una honesta pasión por la lectura y por el aprendizaje equiparables a los que tenía por un buen cigarrillo y por los caramelos de regaliz y que he vuelto a ver con rareza y algún golpe de suerte en pocos profesores. Una vez escuché que a los once años ya había leído la Biblia dos o tres veces y un día me contó al teléfono que en una tarde deshojó Rayuela, mientras esperaba a uno de sus hijos en un cuarto de hotel en Nueva York. Muchas veces he pensado que Silvana era nuestra Sor Juana, una mujer extemporánea, excepcional, mística, erudita, «sagradamente mundana» y me atrevería a decir que, como todo espíritu avanzado, fue a la par una mujer admirada e incomprendida. Y sin embargo, como dijo uno de sus hijos «su excelencia no era intimidante, sino contagiosa; era una mujer de juicio que no juzgaba sino que sostenía las manos».

Sin embargo, a este prodigio de erudición se orillaba otro: su inocencia. Solo bastaba escucharla hablar de su infancia en Italia, en su Nápoles querido, narrar aquellos años de la guerra cuando durante los bombardeos inventaba historias en refugios improvisados en medio de la campagna italiana. Eso me lo contó una tarde mientras nos daba el sol en el balcón de su apartamento en Las Mercedes, tomando café, hasta que nos agarró la noche y seguimos conversando aunque ya no nos veíamos, justo como ahora, supongo. Ya en la penumbra empezamos a hablar de Vicente, su gran amor. La sensación que guardo de aquella conversación es la de un piano abierto. Siempre recuerdo su caligrafía con el apellido de Vicente junto a su nombre  Silvana Rennola de Losada, en cursiva, además, una enredadera briosa como la que dicen que juntó más allá de la muerte a Tristán e Isolda.

Sí. Solo bastaba con verla mirar: no había mancha.

Su partida nos devuelve a la indefensión de la infancia. Este agosto, recorriendo los pasillos vacíos del Colegio donde la perseguía siempre llena de preguntas, me sentí en un jardín huérfano con un juguete roto, uno de los más queridos, la rueca de Penélope, el olifante de Rolando.

Gracias, Silvana querida, maestra querida, gracias.

Así lo dejaste escrito con tu letra en el encabezado de un examen que encontré este agosto en una búsqueda desconsolada entre las cajas del sótano. Hoy, en tu día, vuelvo a ti estas palabras y las celebro en tu nombre, mi Silvana: «Pienso que todos los cielos, arcanos y presentes, te deberán bendecir cientos de veces».

Y para siempre.


jueves, 17 de octubre de 2013

Manifiesto Walser

Con José Ignacio Benítez






«Quizá se hayan dado repeticiones aquí y allá. Pero he de confesar que veo la Naturaleza y la vida humana como una serie tan hermosa como encantadora de repeticiones, y además quisiera confesar que contemplo esa misma manifestación como belleza y como bendición. Desde luego que en algunos lugares hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían casi cada minuto goces no disfrutados aún. El poeta no escribe para tales gentes, como el músico no hace música para ellos y el pintor no pinta para ellos. En conjunto, la continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión. Es a los niños pequeños a los que siempre hay que mostrarles algo nuevo y distinto para que no estén descontentos. El escritor serio no se siente llamado a acumular material, ser pronto servidor de nerviosa codicia, y consecuentemente no teme algunas naturales repeticiones, aunque por supuesto se esfuerce siempre en prevenir con celo que no haya demasiadas similitudes».

-Robert Walser, El paseo (1917).

miércoles, 21 de agosto de 2013

El psicotrópico




Quiere uno hablar de la belleza derramada del trópico, de ese cáliz que desborda, de esta luz que nos pone de rodillas, del zorro que cruzó hace unos días el patio de mi abuela, de los fresones obscenos que venden los buhoneros en Plaza Caracas. Quiere uno besar esta tierra de gracia y digresionar, perderse en el embrujo de la selva húmeda tropical, uno, dos, tres clicks en el mapa, sí, aquí, maravilla pura, Caracas, Venezuela.

Quiere uno digresionar y, qué dolor, qué dolor, Mambrú, termina uno desgracionando. Basta con tener que pisar un ministerio, necesitar, por favorcito, una cédula, oh, pecado, hacer un trámite mínimo, renovar un pasaporte, como era mi caso hoy a las 6.25 de la mañana en el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de la Baralt. Siete horas de espera ya pude haber llegado a Mochima, mojar los pies aquí mismo en Patanemo, pero no, siete horas en una silla inmóvil de piñata sin cotillón, ahí, braceando con los pies, para morir ahogados en la orilla. Un clásico.

Al cabo de las siete horas llaneras, llego, por fin, al mostrador de Angie, le explico lo de la renovación, le explico que necesito volver a España, y va uno deshojando papeles, total, somos dueños del Amazonas, venga, va, que no somos finlandeses, veinticinco copias, Angie, cuánto vale aquel árbol de allá que necesito volver a España. Tala y quema, la pira burocrática. Todo parecía arder a favor, hasta que Angie tecleó el siniestro número y lo ingresó en “El sistema”.

Ay, mamita, aquí “El sistema” me dice que tú estás divorciada. ¿Tú no eres divorciada, verdad? Si no es así, no te puedo tramitar el pasaporte, reina, hasta que no me traigas una carta de soltería notariada porque si no está notariada no vale.

Uno de verdad quiere hablar bonito de Angie, piropear a esa morenaza simpática, contar lo linda que se veía masticando su chocolate blanco justo antes de teclear el siniestro número.

¡¿Divorciada?! ¡¿Yo?!

Como dice mi amigo Ángel, había que parar la escena allí e invitarle un guayoyito a Angie para explicarle lo francamente imposible, lo jurídicamente inviable que era que yo estuviera divorciada. Por mi madre, Angie, ¿con azúcar o así mismito, mi negra?

Mi amor, “El sistema”. No puedo hacer nada. Vente mañana con tu cartica y lo modificamos.

Allí comenzó mi desgracionar.  Después de siete horas, un madrugonazo llanero, tres cafés y treinta y cinco copias, cuarenta, sesenta “El sistema” supo mejor que yo de mi divorcio. Es más, por lo visto, anteriormente, comió tequeños, bebió güisqui y hasta me arrancó el liguero en mi propia boda (dado que supongo que hay que casarse primero para poderse divorciar), pero eso sí, después del divorcio me dejó indocumentada y loca en la repartición de bienes. “El sistema”. Una desgracia kafkiana, pura burundanga administrativa. Te pone a dudar, lo juro.

Mi historial con la administración pública de este país es para escribir el Desgracionario porque da para mucho desgracionar. A lo mejor usted cree que está felizmente casado, ¿verdad? Imagínese. En ese caso, tiene dos opciones. O blindar su fantasía y nunca jamás ocurrírsele someter su felicidad a la ruleta de la fortuna en la que consiste abandonar los dígitos de su cédula de identidad a “El sistema” (en ese caso, no le queda otro destino que vivir indocumentado, burlar las fronteras entre melones o guacales de yuca, entre balsas jineteras, o hacerse también el Jairo o la garota). O, si por el contrario, es grande su sospecha o su curiosidad acerca de los hilos profundos que mueven su vida conyugal, está disponible la opción de jugarse el tarot del Saime. Los escenarios son variados, insospechados, aleatorios y rocambolescos. El tarot del Saime puede arrojar sobre su cándido pañuelo todo tipo de arcanos: infidelidades, rupturas, casamientos, divorcios y defunciones. Y así desenmascarar a los actores conyugales o quizá revelarle su más oculto deseo (quizá, el mío, era el divorcio; no lo sé, ahora me pone a pensar). Otro oráculo bolivariano. El vergatario del esoterismo y la superchería. "El sistema".

Fígurense. El marido o la esposa que creía usted su compañero o compañera de vida, regio de salud, en plena flor de la juventud, puede que ya “El sistema” le haya diagnosticado algo si usted aparece como “viudo” o “viuda”. O, puede darse el caso de que a aquella relación que creía duradera, firme, finalmente asentada pueda entrarle, de pronto, la malaria de la duda si aparece usted como “divorciado” o “divorciada”. Ya lo pone a usted nervioso aquel incidente; un poco irritable, la confusión; y es probable que por la misma predisposición, “El sistema” acabe teniendo razón sobre su destino. Hay que pensárselo dos veces antes de mostrarle el número al brujo. Con suerte, saldrá usted ilesamente “soltero”, en caso de que no lo fuera, aparentemente con traumas menores y, por supuesto, deberá agradecerlo: “El sistema” habrá sido generoso con usted. Le habrá dado otra oportunidad.

Pero si se creía usted soltero —¡como hubiese jurado que era mi caso!— y resulta “divorciado-ado-ado” (con eco, por supuesto, como “culpable-able-able”) las probabilidades se tuercen. Ya está pensado uno en cambiar cerraduras, enterrar las morocotas de la abuela (aquella herencia ínfima), irse los jueves a Yesterday a buscar marido. Pero después de todo, después de aquel despelote fundacional, de aquel desvarío, uno lo que ve al final de la orilla, siete horas remando, la sed, la somnolencia, el delirio es a Murphy, a Morfi Rafael, sonriéndonos de lado, pelándonos el diente de oro.

De verdad, queridos míos, hace mucho que ya que no vivimos en el trópico, sino en el psicotrópico.


miércoles, 20 de febrero de 2013

Menudo eufemismo


—Entonces, ¿es guapo?
—Verás: tiene bonita letra.
—Será buen escritor.
—Ya te digo. Tiene una letra muy bonita.